Altar en Montserrate

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María Ubilerma

María nació al norte de Boyacá. Desde sus diez años comenzó a ganarse la vida por su cuenta. Sin embargo, quedó vinculada a su madre, a la que visitaba frecuentemente en una casa que aún domina, en ruinas, el cañón del Chicamocha. Hace poco incluso, trató de vivir a su lado con sus hijos para olvidarse de Bogotá. Allí fue donde Jaime Estiven Valencia, su primer varón, vivió gran parte de su infancia. Él no tenía miedo de nada, a parte de las brujas. Su abuela le había enseñado a temerles. Apenas oscurecía, Jaime Estiven pedía a su madre que le acompañara con un silbido para que él la sintiera a lo lejos mientras caminaba. Las brujas terminaron por llevarse a su abuela y festejaron su victoria con risas que invadieron el gran cañón en todos los sentidos. Jaime Estiven pudo escucharlas. En Soacha, cuando volvió, no fue un joven citadino como los demás. Sabía que habían cosas que no podía entender y que tenía que respetar. Para afrontarlas contaba con la experiencia de los mayores.

Rápidamente abandonó el colegio, dispuesto a realizar cualquier trabajo. Un día volvió con una proposición que comentó con su madre. Le prometían buena paga pero tenía que dejar la ciudad por unos días. María quería saber más del asunto pero a su hijo no le habían dicho más. Después de pensarlo decidieron rechazar. Hoy en día María se reprocha  no haber indagado más la proposición. Jaime Estiven desapareció en un momento de penuria económica familiar. Era el 6 de enero del 2008.
Dos días después, su hermana recibió una llamada corta de Jaime Estiven. Hablaba bajito, casi no se le entendía. Le dijo que estaba en Ocaña y que iba a volver pronto. De repente su celular le fue arrancado de las manos.

Mucho más tarde la fiscalía la llamó para decirle que su hijo hacía parte de un grupo caído en combate frente a la brigada móvil #15 del ejército Nacional, en Ocaña, el 8 de enero del 2008. Dos días después de su desaparición, Jaime Estiven había sido presentado como guerrillero y enterrado en una fosa común. Tenía dieciséis años.

Su hijo viene seguido a visitarla. Sus besos son fríos, “como cuando la lengua se queda pegada al frío de un helado”. Se queda un rato, a veces le habla, muchas veces la aconseja. Le dice que no pierda el tiempo visitando el cementerio. Es él quien vendrá a verla. A veces son sus hermanas quienes lo sienten llegar. María me enumera sus visitas con mucho cariño, aunque preferiría sentir que su hijo descansa en paz. Siente que algo está inacabado.

Al dejar la casa de María, un perro se hace de lado. Es el cachorro que Jaime Estiven dejó en la casa. No quiere entrar. Vive en la calle justo en frente de la casa. Jaime Estiven lo llamaba Hades, como el dios griego de los muertos. María prefirió cambiarle de nombre. Lo llama Uaz, que no quiere decir nada, pero es más enérgico y cómico. A veces Uaz va a la plaza central unas calles más allá, que sirve de terminal de rutas, para buscar a las personas que vienen a visitar a María. Las lleva luego frente a la puerta de la que no salió más su amo.

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